por Carmen Lucía Jaramillo
Una de mis principales preocupaciones metodológicas en el trabajo de planificación y evaluación con comunidades, especialmente rurales, ha sido la creación de espacios de trabajo en que las personas puedan sentir que realmente participan de manera cualificada y activa, independientemente de su formación académica.
Más allá de los discursos sobre el empoderamiento, la horizontalidad en las relaciones y el reconocimiento del valor de los saberes y de la experiencia de los actores locales, siempre es desafiante combinar las exigencias de rigor metodológico (estructuras, formatos y lenguaje técnico) y la comunicación fluida con quienes son protagonistas en la transformación de las realidades desafiantes de sus propios territorios. Generalmente, los problemas socioeconómicos estructurales y la indiferencia de los poderes son el pan de cada día en esos entornos. Por eso siempre es un reto “[…] la creación de un espacio para el debate, es decir un espacio el cual se puede ejercer un respeto real. No la simple tolerancia derivada de la indiferencia y el escepticismo, sino la valoración positiva de las diferencias” (Zuleta, 1985).
De allí que, en esta búsqueda permanente por lograr profundidad de análisis y debate desde la sencillez del lenguaje, con frecuencia opto por el uso de métodos basados en analogías cercanas a los contextos y a la vida cotidiana de las personas con quienes realizo procesos de planificación o evaluación participativa. Una de las analogías que me ha permitido hacer múltiples adaptaciones, es la de un viaje en “chiva”, como se denomina en Colombia a esta forma de transporte rural en el que se combinan pasajeros y carga. La imagen de la chiva resulta además muy útil, porque cada chiva es una representación única de lo que sus dueños quieren contar sobre su región, por eso tienen dibujos coloridos que son un sello de identidad y orgullo.
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